Lo pequeño se hace grande por la magia del teatro. Ínfimo es un gato mecánico, hecho de tornillos, un faro viejo de bicicleta y chatarra oxidada, pero posee más alma que muchos humanos. Su corazón es grande y generoso, préstamo escénico de sus manipuladores. A diferencia de otros títeres lo humano no conecta con Ínfimo a través de hilos o manoplas o varillas. El hombre lo rodea casi con el cariño del abrazo, lo mueve con la suavidad con que se fruncen los labios al besar o se entornan los párpados al guiñar. Los manipuladores no usan gorros negros ni tapan su  rostro con máscaras porque lo humano es también parte esencial del espectáculo.     

Sobre unos sentimientos elementales y sencillos se edifica un espectáculo diminuto sólo en apariencia. Un carro, con su carga de evocaciones populares y antiguas, gira ante nuestros ojos para mostrarnos las escaleras, la casa, el desván o el ático.

En cada estrato hogareño unos seres de metal, tela o carne traslucen su entraña más humana. Los actores y los objetos se tratan de tú a tú mientras las ratitas blancas van y vienen como demiurgos de  la historieta o como corifeos de la mínima tragedia.

Desde el sótano hasta la azotea los objetos están animados de una magia sutil que en seguida nos convence de estar ante una obra muy bien hecha

Sentimos pena por el abuelo, miedo con el gatito, lejanía por la avaricia y hasta un lejano olorcillo al café, que abre y cierra con su círculo brillante, toda la historia.

Como envoltorio de lujo, que realza sin roce, la música. Una partitura atractiva, con el justo equilibrio entre lo melódico y lo contemporáneo, ágil para subrayar el ritmo y sobria en los efectos dramáticos. Y, a cada instante, un detalle de buen gusto. Así es como se puede hacer teatro grande con dos metros cuadrados de escenario y un héroe que se llama ínfimo.